Fue traductor de Borges, entre otros trabajos. Agil recorrido por las novelas de este autor cordobés, fallecido en 2012, que llegó a uno de los lugares más altos de las letras: la Academia Francesa.
Por Sebastián Jorgi
Héctor Bianciotti nació en Córdoba, Argentina, en 1930. Y en 1955 se fue, casi sin medios, en un barco hacia tierras extrañas. Desembarca en Nápoles y allí comienza su peregrinaje de vicisitudes que lo harán establecer en París algunos años después. Poco sabíamos de él, hasta que en 1980 obtiene el Premio Fémina de Literatura y la casa Editorial Tusquets decide publicar sus primeros libros en español (Ritual, 1973 y Los desiertos dorados, 1977).
Ha traducido a Borges al francés para Gallimard y colaborado en revistas de literatura durante 25 años. Recientemente ha sido incorporado a la Academia Francesa y tan alto honor lo ha catapultado a la mira intelectual internacional.
¿Quién es Héctor Bianciotti? Para muchos, aún es un misterio. Se fue siendo un desconocido de Córdoba y buscó su destino en Europa. Fue actor, locutor, crítico literario, entre otros oficios. Pero Bianciotti será el sueño desvelado de novelista. Lo prueban sus novelas: La busca del jardín y El paso tan lento del amor son las que constituyen el tema de nuestra nota. Sí, aquel muchacho argentino triunfó en París y es nada menos que miembro de la Academia Francesa.
“La busca del jardín”
Un niño que recuerda y que permanece sentado en el jardín, pero que de pronto ya es hombre, son los márgenes entre los cuales Héctor Bianciotti establece una especie de dialéctica de la memoria. Y en esa reconditez, en ese intersticio íntimo, el narrador elucubra la re-instalación de la propia vida y presenta al lector personajes familiares como la tía Marta Podio, previo Alcides o la hermanita Cornelia.
“Las primeras cosas que sus ojos vieron se confunden en una sola incesante: la llanura que se extendía sin la menor oscilación alrededor de la pequeña casa de la infancia, los campos arados, que se prolongaban por leguas y leguas…”. Así, la llanura de la infancia, la casa natal y el jardín, son las catapultas estilísticas para comenzar una novela sobreimpresa (contra Cronos ) en la memoria del narrador.
Pero, ¿cómo armar esa intensa suma de recuerdos? ¿Y darles una dinámica del acontecer que no sature? Y cuidado: la morosidad –voluntaria, claro—de los pasajes de la busca del jardín no daña la lectura, pues Bianciotti tiene la virtud de reflexionar sobre la vida, el tiempo, el amor y sobre esos extraños encuentros –el muchacho del Hotel Splendid, el Americano premonitorio en Retiro y que le marca el destino: “Saldrá un barco en 48 horas para Nápoles”.
Tal personaje habrá de ser encontrado en un camarote leyendo El viejo y el mar de Hemingway. Pero no busquen los profesores o profesionales de la crítica similitudes ni asociaciones: la literatura “leída” también es una forma de vida para nosotros los narradores, más aún para los novelistas. La semblanza autobiográfica irá acompañando ese discurrir sobre el pasado, ese filosofar permanente que le quita el sueño a Bianciotti, esa —develación íntima que sólo le podemos contar al papel en blanco.
¿Dónde la novela, dónde la autobiografía? Creo que la memoria discursiva, el fluir de la conciencia narrada en aras de una estética reflexiva y la evocación de personajes mágicos como el Ciego—émulo borgeano—y la Dama, aderezan la estructura de la novela para escindir lo trágico y lo melancólico. Acaso fuera la misericordia de la memoria—recuerdo el primer libro que he comentado hace algunos años en una audición radial.
Sin la misericordia de Cristo, la que empuja al narrador a re-contarse la propia vida con mucho sentimiento de homenaje a esa gente noble de campo ( como Alcides, que se suicida sin previo aviso, sin notarse en él esbozo alguno de sufrimiento, se va de la vida estoicamente, sin dejar carta), gente que permanece aún en esa nobleza de corazón que el escritor Héctor Bianciotti refleja. Porque, ¿ qué hay que sentir por la vida pasada en Argentina, en Córdoba, en esos fugaces momentos de la Plaza San Martín o del Retiro, antes de tomarse el “Conterrosso” para Italia?
Hay que sentir una melancolía emanada en imágenes—adrede desestructurada contra Cronos, repito—para que el hombre cuente al niño desde Florencia o desde Francia. Acaso estos pasajes de La busca del jardín estaba en esa zona de apuntes con que los narradores solemos “pernoctarnos”. Después de haber armado y publicado Lo que la noche le cuenta al día (Travesía donde Bianciotti cuenta también su infancia cordobesa hasta su partida desde Buenos Aires en 1955 y que será completada con El paso tan lento del amor).
“¿Cómo pensarse fuera de sus propias imágenes?”, se interroga el narrador al final, y se responde: “Es el otro quien ha vivido la otra vida, la de extrañas cosas que difieren de las múltiples que configuran la trama del tiempo”, la otredad que implica la dialéctica del narrador.
“El paso tan lento del amor”
“Primero hay que saber sufrir”, dice la letra de un tango de Homero Expósito. Acaso tal sentencia guarda una relación directa con esa auto-develación catártica que se ha impuesto el novelista Héctor Bianciotti. Una maduración existencial sobreimprime, digamos, esa búsqueda, que inició al abandonar la llanura natal y los suyos, ya en la pubertad y en el país, cuando aún no contaba los 25 años(nació en 1955), en que el Puerto de Buenos Aires lo ve partir rumbo a Nápoles.
La novela, a través de una primera persona narradora, con toda la libertad omnisciente, se va desplegando en núcleos cuyos centros serán los encuentros, así, Rosa Caterina, Orazio, Francesca Bertina, Andreína Betti (Viuda de Ugo Betti, el autor de Delito en las isla de las cabras), el artista Alberto Greco, entre otros circunstanciales como el extraño señor belga y un funcionario de la Embajada Argentina en París (Juan Prat) van perfilando una travesía en busca de trabajo y de una vivienda digna y un sustento, que semeja un vía crucis.
De pronto actor, de pronto cantor o modelo, o locutor, el protagonista narrador sufrirá las necesidades más primarias, pero no todo será irreparable al fin, ya que el ángel puede estar a la vuelta de una esquina. Tal caso de esos donantes ayuda como Juan Prat en circunstancias más adversas o el encuentro con la tornera cuyo rostro recuerda el de su madre:
“Cuando en la frescura del locutorio, el torno giró, el rostro de jovencita de la tornera, enmarcado en la madera oscura y reducido por la toca, me recordó ante todo el de mi madre, por la claridad que irradiaba, y, al instante, la estampa con borde de puntilla y débilmente coloreada de Santa Teresa de Licieux, que mi madre usaba como señalador para marcar los pasajes del catecismo cuando me preparaba para la primera comunión… sin duda no entraba en las posibilidades de estas religiosas, las Damas del Sagrado Corazón, proveer de alimento a los pobres, pero esa mañana tuve derecho a un trozo de pan todavía tibio, perfumado, quizá, el que le correspondía a la hermanita”.
El mundo neo-realista italiano de la posguerra, los años de la última etapa del franquismo (encuentros con Coco Chanel y Antonio Vilar) y la estancia en Francia – ya definitiva–, encuadran los tiempos de una vida azarosa y plena de sufrimientos. El paso tan lento del amor (excelente traducción de Ernesto Schóo) es una novela apasionante, vivificada en una travesía aventurera y tonificada por las lecturas tempranas de Rilke y los folletines, como así por las más maduras de Claudel y Valery. Bien podríamos decir de Héctor Bianciotti: Aquel muchacho argentino de los años 60 fue Miembro de la Academia Francesa.